Érase una vez el Bar

Lo tenía todo: barra en ele, cuatro mesas de juego, sillas nuevas para sentarse y otras viejas donde apoyar los cubatas, unos bocadillos de salchichas que bien pudieran competir con cualquier exquisitez de la alta cocina, dos máquinas, un aseo, antes de la reforma, en el que ejercitar los bíceps contra la pared al cagar a pulso, una magnífica cristalera de dos por dos que se escapó viva por no haber nacido Casillas, Xavi, Iniesta y compañía unos años antes, un servicio de ropero que funcionaba hasta las cuatro de la madrugada, una clientela selecta y, sobre todo, un barman llamado Frutos que abría los paquetes de Fortuna por la parte de abajo y que no dudó el día que el Rafita le pidió un España por primera vez.


La Flor de Texas, o simplemente Frutos, era más que un bar. Era nuestra casa. Frutos, dame cambio. Frutos, otra ronda. Frutos, ¿qué se debe? Frutos, haz una raya. Frutos, apúntamelo... Seguro que todavía resuenan esas y otras frases parecidas entre las sandías y las cebolletas que hoy okupan el sitio sagrado que antes llenaban los naipes y las fichas de dominó.
 


Dos años ya sin Frutos. Tus chicos, huérfanos, desamparados, y discutiendo aún sobre dónde ir un miércoles a tomar algo y echar unas manos, no te olvidan.
  
 
Diferentes momentos en el bar: dominó, cartas, el amplio menú y, como no, Frutos poniéndole el abrigo a Rafita.